El fin del Sename y la pobreza como fondo

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Bárbara Olivares - El Mostrador

30 / 03 / 2021

Ser pobre en Chile es un problema de difícil abordaje, pues requiere de miradas que hagan dialogar dimensiones económicas, políticas, culturales, históricas, que ponen en tensión los modos en que hemos intentado responder y dar solución al problema. Es un problema que pesa y hunde las soluciones que las instituciones han formulado durante décadas y que se diluyen en medio de una desigualdad que crece y se normaliza.

Ser niño o niña pobre en Chile es aún más pesado, pues las fallas que la sociedad ha presentado se encadenan y tuercen, armando un anudamiento difícil de desatar, donde, a partir de la determinación de clase, se construye a un sujeto niño que es ubicado en el lugar de menor. Nombrar e intervenir a un niño o niña como menor, implica tratarlo como legajo, registro, prontuario, historia clínica o un caso, inscribiendo marcas que lo condicionan, modelando sus deseos y expectativas.

El modelo residencial es la cristalización de esa operación, donde se reproducen prácticas tutelares, a pesar de los nuevos marcos de referencia y de los nuevos estándares que se han consolidado en Chile y el mundo que ponen en el centro los derechos y su ejercicio. Sin embargo, la implementación de estos derechos sólo se da de manera segmentada y parcialmente. Son algunos derechos, para algunos niños y niñas. Para el resto, la historia es conocida y se acumulan vulneraciones en los mismos sectores en donde crece la pobreza, se agudiza la violencia y se cierran las puertas para muchos y muchas. En ese contexto, aparecen tramas institucionales que marcan trayectorias donde es la desigualdad social, precisamente, la causa de ingreso a lo que conocemos como “sistema de protección especializada”. Hay suficiente evidencia que indica que los niños y niñas atendidos por el sistema residencial son pobres, y que “las condiciones socioeconómicas deficitarias” son recurrentemente usadas por los actores del sistema, para interponer denuncias por maltrato o falta de cuidado parental, que determinan su ingreso a Sename.

Entonces, los niños y niñas que se encuentran bajo custodia estatal son los niños y niñas pobres de este país, así como lo fueron sus familiares que fallaron en cuidarlos. Un estudio, recientemente publicado por el Hogar de Cristo, y que pone especial foco en el género, señala que las niñas y adolescentes que se encuentran bajo cuidado residencial se exponen a múltiples vulneraciones que las empujarán a trayectorias donde prima la ausencia de autonomía, poder y vínculos sociales significativos, tal y como, probablemente, lo vivieron sus madres y abuelas. Revertir esa historia de dolor transgeneracional es urgente.

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Cuando se escucha “No más Sename”, se escucha un grito por más justicia, pero también se hace presente la desidia de todos los gobiernos de las últimas décadas, que fueron incapaces de frenar esta espiral de violencia. Al mismo tiempo, “No más Sename” tiene un reverso, pues detrás de la denuncia necesaria a una institución negligente, hay algo que se trasluce en cuanto a deseo y proyecto.

Pensar a los niños y niñas del Sename en otro lugar, también implica pensar en un proyecto que nos involucra a todos y todas. Se trata, por cierto, de pensar otro país con otros modos de tratar la pobreza y sus efectos, con otra forma de comprender la fragilidad cuando la vida está llena de obstáculos. En fin, ser parte de una sociedad donde podamos construir una red de confianza y de solidaridad para acompañar la crianza de los niños y niñas (que la mayoría de las veces, es de responsabilidad exclusiva de la madre). Que esa crianza no termine en una internación es una tarea que nos interpela desde distintos lugares, no sólo como una responsabilidad de familias (madres) agobiadas y solas, cuestionadas por su falla, sino como parte de un todo social que se moviliza y responde ante el sufrimiento y el dolor.